Desgraciadamente una de las formas más extendidas de fetichismo en la actualidad es el fetichismo jurídico. Digo desgraciadamente porque entiendo que debe de haber unos cuantos otros fetiches mucho más placenteros que cualquier tipo de devoción por las normas jurídicas. Pero también digo desgraciadamente por los efectos del fetichismo jurídico que, como sucede en el caso del Reglamento sobre Centros de Internamiento de Extranjeros, suelen ser funestos.
Aunque existen definiciones mucho más técnicas y correctas, como la que se puede leer aquí, el fetichismo jurídico es la forma y el proceso por el que algunos dotan de inmanencia y razón a las normas jurídicas, desconociendo la múltiple acepción del significado de la palabra justicia así como la función que cumplen en el contexto de la sociedad que las adopta. El fetiche sobre las normas jurídicas además funciona en dos sentidos distintos y complementarios: por un lado nos dice que las normas por el mero hecho de existir son “justas”; y por otro lado nos dice que precisamente por existir y ser justas son “inmutables”. Es lo que se denomina sentido positivo y negativo de la fetichización jurídica. La representación más gráfica de esta particular parafilia se puede encontrar en cómo algunos blanden la Constitución como garante de la “unidad de España”, aunque también se puede ver (ay) en quienes con un par de mayúsculas le otorgamos a los “Derechos Humanos” de la sobrenatural capacidad de atravesar tiempo, espacio y contextos sociales, para imponer una idea de mundo de la que quizá sólo seamos herederos.
Las normas jurídicas no tienen por qué ser justas, y aunque esta paradoja parezca evidente (y de hecho es la más simple justificación de la desobediencia civil), la práctica nos demuestra que los procesos por los que nos atrevemos a denunciarlas y desobedecerlas suelen ser bastante traumáticos. Y es que desgraciadamente la transgresión no es tanto una impostura rebelde como el resultado de un proceso largo y complejo en el que nos enfrentamos a los rudimentos más básicos de la sociedad en la que convivimos. Las leyes, sin embargo, resisten peor el paso del tiempo que los rebeldes que las desafiaron: fueron normas jurídicas las Leyes de Nuremberg y las de discriminación racial en diferentes estados de USA. También lo es normativa de extranjería a día de hoy en vigor en los estados de la Unión Europea.
El Reglamento de CIEs simboliza mucho de lo expresado en los párrafos anteriores: en tanto que norma jurídica cumple con los requisitos legales necesarios, pero referirse a ella como si sólo fuese una norma jurídica no puede ser más que un error. El Reglamento de CIEs es mucho más que una norma jurídica: es una forma de normalizar el racismo institucional (el racismo frío, que explica Jacques Rancière en este texto) y no merece tanto una exégesis detallada como la denuncia de estos centros y la solicitud de su cierre.
Los Centros de Internamiento de Extranjeros son, según la definición oficial, espacios de naturaleza no penitenciaria que permiten la privación de la libertad deambulatoria de personas extranjeras en situación irregular a los meros efectos de garantizar su expulsión del territorio español. Mentira: en realidad los CIEs no son tanto centros (es decir espacios físicos) como fronteras (es decir espacios simbólicos que dictaminan quién es ciudadano y está sujeto a derechos y quién no). Pero más allá este contenido simbólico, o precisamente a causa de él, su continente es también alarmante: como han denunciado infinidad de organizaciones gubernamentales y no gubernamentales los CIEs son espacios donde las normas éticas y morales más básicas, así como la mayor parte de las jurídicas, quedan suspendidas. Muertes en extrañas circunstancias, malos tratos y torturas, explotación sexual y laboral, discriminación de género, étnica, sanitaria… son pocas las vulneraciones que no suceden en los CIEs y está en su propia esencia que así sea.
La publicación del Reglamento sobre CIEs pretende normalizar estos espacios ante la ciudadanía: su mensaje es que son, como tuvo la desfachatez de decir Jesús Mateos García, director del CIE de Madrid, “hoteles” con unas determinadas reglas de uso y conducta. Así, se cantan alabanzas a algunos aspectos del Reglamento, como la potencial externalización de su gestión a algunas ONG que, por cierto, llevan ya años trabajando en los CIE y nunca han denunciado una sola de las vulneraciones de derechos que han sucedido dentro. Recuerden esto, por favor, cuando desde Cruz Roja les pidan fondos en su próxima campaña.
Decía más arriba que los procesos de fetichización jurídica funcionan en dos sentidos distintos y complementarios: por un lado fomentan la aceptación de la norma y por otro evitan su cuestionamiento garantizando su inmanencia e inmutabilidad. En el caso del Reglamento de los CIEs también funciona así: no sólo cumple la función de legitimar simbólica y jurídicamente a estos espacios, sino que también refuerza la perspectiva de que estos centros son una realidad propia de nuestro contexto y época y que cualquier perspectiva de cerrarlos es inocente y está alejada de la realidad. Evitar caer en el fetiche es también rechazar este argumento: no hay reglamento ni norma jurídica que pueda disimular el verdadero carácter de los CIEs ni la función a la que sirven; y el único camino para cerrarlos viene precisamente de creer que podemos y no resignarnos a que sean una realidad de nuestro tiempo. Por eso a día de hoy no es tan importante analizar el contenido del Reglamento como acompañar en la campaña a nuestros compañeros y compañeras que luchan por el cierre de los Centros de Internamiento de Extranjeros, mientras que esperamos el único comunicado deseable del Ministerio de Interior sobre los CIEs -nuestro particular “entrega de las armas y disolución”. El cierre de todos y cada uno de los Centros de Internamiento de Extranjeros.
NACHO TRILLO
Artículo publicado en Diagonal