La Ley Mordaza funciona como un catálogo de comportamientos que siendo antes legales hoy se han convertido en infracciones. Es, en cierto sentido, el IKEA de lo que cualquier activista o ciudadano podía hacer antes y ahora no. También el dedo que señala las formas políticas de protesta más eficientes de los últimos años: si están en la Ley Mordaza es porque funcionaron. La norma muta así en memoria colectiva y álbum de fotos de una generación. Cuando uno lee que se sancionan las reuniones en infraestructuras críticas recuerda las acciones de grupos ecologistas en centrales nucleares, cuando se mencionan infracciones por reunirse frente a instituciones del Estado, el 25S enseguida salta a la cabeza. La prohibición de las distintas formas de escraches tienen el sabor de las acciones de la PAH y con la sanción por no llevar o perder el DNI es imposible no sentir nostalgia de la campaña “Di No a las Identificaciones”. Uno de los ejemplos más paradigmáticos es el de las Brigadas Vecinales de Observación de Derechos Humanos, uno de los grupos nacidos al abrigo de las prácticas políticas propias del 15M y cuya función era comprobar que las intervenciones policiales se llevaban a cabo con respeto a los derechos humanos de las personas, particularmente en los casos de redadas racistas (que, por otro lado, también se legitiman con la Ley Mordaza junto a las devoluciones en caliente; conductas ambas declaradas ilegales por el derecho internacional). La actividad de las Brigadas era tan sencilla como estar presentes cuando se realizaba una actuación policial y, en caso de que se cometiese alguna irregularidad, difundirlo y denunciarlo. La Policía intentó, de diversas maneras, impedir que las Brigadas desarrollasen su tareas y perdieron todos y cada uno de los juicios. ¿La solución cuando la ley no te da la razón? Cambiarla. Hoy, a causa de la Ley Mordaza, las Brigadas Vecinales de Observación de Derechos Humanos no podrían desarrollar su tarea como lo hacían anteriormente, porque la norma intenta dificultar el uso y difusión de imágenes de los miembros de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado.
Resulta evidente, además, que no existe un bien jurídico que quede protegido con esta nueva norma, sino que se crea específicamente para garantizar que una actividad ciudadana que horadaba la legitimidad de las instituciones públicas deje de llevarse a cabo.
Esto marca una transición que es trascendental en la comprensión de los procesos de legitimidad y legitimación: el Estado ya no solo se arroga el monopolio de la violencia sino que, en un acto de rotundísima asunción de la posmodernidad política, pretende también disponer del monopolio de su propia imagen.
Ignacio Trillo Imbernón (texto) y Daniel Mayrit (imagen)
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Tanto el texto como las imágenes son extractos del libro Imágenes Autorizadas