LA LEY PERPETUA DE ÁVILA. El protoconstitucionalismo castellano

Cuentan las crónicas que hacía 1528, el emperador Carlos I visitó la ciudad de Salamanca, y que tenía por costumbre acudir a escuchar a los doctores de la Universidad en algunas de sus clases. Algo que se me antoja bastante improbable teniendo en cuenta que el rey alemán nunca acabó manejándose bien en el idioma castellano, por lo que difícilmente podría seguir con aprovechamiento una sesuda disertación académica. Otros en cambio aseguran, y yo me inclino más por esta posibilidad, que el monarca acudió expresamente a escuchar a cierto Doctor navarro que defendía unas controvertidas teorías sobre el origen democrático del poder. Sea como fuere, el caso es que uno de los más ilustres catedráticos de la universidad más prestigiosa de la época, Martín de Azpilcueta, defendió frente al más poderoso monarca europeo del momento que, «el reino no es del rey sino de la comunidad, y el mismo poder real es por derecho natural de la comunidad y no del rey, y por tanto, no puede la comunidad abdicar de ese poder». El atrevimiento era doble si tenemos en cuenta que apenas 7 años antes, las tropas imperiales habían decapitado tras la batalla de Villalar (Valladolid) a los tres líderes más destacados de la revuelta comunera, los capitanes Padilla, Bravo y Maldonado, precisamente por defender los rebeldes postulados muy próximos a los manifestados por Azpilcueta. Por cierto, profesor de una Universidad ubicada en una de las ciudades en las que primero prendió el levantamiento comunero, por lo que el Doctor navarro triplicaba el atrevimiento.

Seguramente el hecho histórico más famoso de la denominada “guerra de las comunidades de Castilla” sea la batalla, ya mencionada, que el 23 de abril de 1521 enfrentó, sobre los campos del pequeño pueblo de Villalar (Valladolid), al ejercito imperial de Carlos I con las tropas populares comuneras. El enfrentamiento se saldó con la victoria de las tropas realistas y la ejecución, en la plaza mayor de la villa, de los líderes de la revuelta, que finalizaría definitivamente un año mas tarde con la conquista de Toledo1.

No soy historiador, por lo que no puedo, ni debo, entrar en un análisis de los hechos desde un punto de vista histórico o sociológico. Solo apuntar que pese a que la “revuelta de las comunidades castellanas” se suele conceptuar como un fenómeno netamente “mesetario”, que en esencia lo fue, lo cierto es que tuvo repercusiones desde A Coruña hasta Cádiz, pasando por Jaén o Murcia, siendo estas dos últimas ciudades las únicas de las del sur que se unieron al bando comunero una vez iniciada la revuelta. Jaén en concreto envió representantes a Ávila que participaron en la redacción de los Capítulos del reyno o Ley perpetua que luego serían refrendados por la “Junta General” o “Santa Junta”, donde intervinieron también procuradores de Murcia, reunida en Tordesillas en 1520 (Valladolid), ciudad desde la que se harían llegar las reivindicaciones comuneras al rey Carlos I.

Existe también otro hecho muy desconocido pero de gran importancia desde el punto de vista de la historia del derecho, e incluso desde el punto de vista del constitucionalismo occidental, y es precisamente la redacción de ese texto ya mencionado y denominado Ley Perpetua o Constitución de Ávila de 1520. Lamentablemente no se cuenta con demasiada documentación histórica, borradores ni actas de los debates que tuvieron lugar antes de que se consensuara el texto definitivo en la Catedral de la capital abulense. Y ello porque, tras la victoria sobre los sublevados, el emperador Carlos I ordenó destruir toda la documentación posible relacionada con la revuelta comunera para intentar borrar su recuerdo. No obstante, tanto el texto definitivo que nos ha llegado como el marco histórico en el que se fraguó, acreditan que sin duda “la revuelta de las comunidades castellanas” fue la primera revolución de la Europa moderna, en la que la nación – o sea el reino – se niega a someterse al capricho del soberano y tomando directamente las riendas de la política del Estado, trata de dirigirla. No en vano ilustres historiadores como Josep Pérez2 la han calificado como la primera revolución democrática y constitucional de la historia. Con todos los matices que se quiera, propios de su contexto histórico, claro.

La ley perpetua, sin ser propiamente un texto constitucional en el concepto moderno, si que empieza a mostrar ya los mimbres con los que luego se construirá el constitucionalismo democrático posterior: es una norma escrita, tienen un origen democrático – en el sentido de que procede de la voluntad del pueblo, en esta caso de las comunidades3-, realiza una organización de poderes para garantizar unos derechos individuales, y por último se pretende que sea una norma superior del ordenamiento, y además esta supremacía normativa debe ser garantizada incluso por el propio monarca, que ha de cumplirla y hacerla cumplir.

La propia denominación de la norma, Ley perpetua, apunta ya a una vocación de permanencia tal cual tienen las constituciones actuales. No en vano la raíz etimológica de la palabra constitución es el verbo latino constituire, que viene a significar establecer definitivamente.

Otra de las características novedosas de la génesis del texto, es que la propuesta redactada en Ávila en agosto de 1520 fue promulgada un mes después en Tordesillas por una reunión de Cortes que no había sido convocada por el rey. Es más, la propia norma que se pretende imponer al emperador establece expresamente que la convocatoria de las mismas se pueda realizar a partir de ese momento cada 3 años y en ausencia, y sin licencia de Sus Altezas. Lo que las constituye más en Junta que en Cortes. Ello determina ya, de manera un tanto intuitiva, que ha de establecerse una separación entre distintos poderes del estado, situando al rey como un poder más del reino pero no el superior. Además, se establecía que los procuradores enviados a Cortes estaban ligado de manera irrenunciable al mandato de sus comunidades, que se concretaban en un cuaderno de instrucciones de las cuales no podían apartarse discrecionalmente . Ello suponía también una novedad respecto al “sistema de plenos poderes” y de mandato general con el que hasta entonces acudían los procuradores llamados a Cortes, y que tan bien había sido aprovechado por los monarcas anteriores, a través de distintos sistemas de corruptelas, para mover la voluntad del procurador designado hacía los intereses regios.

Son muchas las materias que regulan los 118 capítulos de la Ley Perpetua, desde el control del gasto de la casa del monarca o de la Hacienda pública, hasta mecanismos de defensa de los bienes comunes o para la autonomía de las comunidades, pasando por el establecimiento de medidas contra la corrupción institucional o garantías procesales en los pleitos. A modo de ejemplo de esto último podemos señalar el reconocimiento del derecho a la segunda instancia de apelación, y la prohibición de que jueces que hubieran intervenido en la primera instancia pudieran participar o sentenciar en grado de revisión.

En cuanto a la Administración pública los comuneros denuncian la absoluta falta de control sobre el funcionamiento de la misma y fijan la prohibición expresa de comprar cargos y oficios públicos, e incluso ordenan despedir a cuantos los hayan obtenido por esa vía.

Medidas todas que ahora nos parecen evidentes, pero que sin duda eran “revolucionarias” para la época.

Se establecen también algunas medidas, digamos, antiseñoriales4. Estipulaciones como la abolición de la antigua obligación de dar hospedaje gratuito a los nobles durante sus desplazamientos o la revocación de cartas y privilegios, hidalguías y ejecutorias compradas por los beneficiarios y todas otras mercedes dadas sin justa causa.

Son muchas las cosas novedosa, para el momento histórico en el que fue redactada, que podríamos destacar de ese texto protoconstitucional que fue La Ley perpetua. Pero sin duda por lo que debería haber pasado a la historia con mayor entidad es porque nació en el contexto de lo que para muchos fue la primera revolución constitucional5 de la Edad Moderna donde se hizo un cuestionamiento serio, guerra incluida, del poder absoluto de un monarca y de su capacidad para ser depositario de la soberanía del reino. Porque ciertamente el planteamiento de la Ley Perpetua era extraordinariamente transgresor, considerando que fue redactada en la primera mitad del siglo XVI. Piensese que el texto fue aprobado por unas “Cortes y Junta del Reino” que no habían sido convocadas por el monarca, a las que ni siquiera se le invitó y que tomó sus decisiones conscientemente en su ausencia y con la vocación de que las mismas no pudieran ser revocadas ni por Cortes posteriores ordinarias ni por el mismísimo rey. Estamos claramente ante unas Cortes extraordinarias, netamente revolucionarias. No se reúnen para pedir nada al rey, sino para imponérselo bajo la autoridad superior de las que se han autodotado, y en la que apreciamos ya las trazas del poder constituyente que sería desarrollado siglos mas tarde en otros lugares de occidente.

Son otras revoluciones democráticas posteriores las que han pasado a la historia, como la inglesa, la francesa o la americana, tal vez por que en ellas, al contrario de lo que ocurrió con los comuneros, fueron los rebeldes los que triunfaron, y ya sabemos que al final la historia la escriben los vencedores. No en vano hay quien afirma que durante los debates para la elaboración de la Constitución norteamericana se hizo referencia en más de una ocasión a la Constitución de Ávila como uno de los muchos textos inspiradores de la misma6.

La comunera fue tal vez una revolución demasiado prematura, y ha sido La Gloriosa, 168 años después (Inglaterra, 1688), la que ha pasado a la historia como la primera en conseguir que un monarca se sometiera al control de un parlamento en un marco constitucional. Aquí, en cambio, los aires de modernidad que impulsaban los constituyentes comuneros chocaron el con muro, que duró siglos, del modelo monárquico-absolutista, que acabaría, en palabras del profesor Ramón Peralta7, debilitando en extremo a aquella prospera, dinámica y libre Castilla.

No consta que las palabras de Martín de Azpilcueta lanzada ante Carlos I desde las aulas de Salamanca inquietaran demasiado al Cesar. Ni que fueran contestadas con medidas represivas contra su cátedra, al menos de manera inmediata. Pero lo cierto es que 10 años más tarde, en 1538, el rey ordenaba su traslado forzoso a la Universidad de Coímbra donde permaneció hasta jubilarse como docente.

La Constitución de Ávila, pese a su importancia como texto político, cayó en el olvido que la historia presta a los perdedores de las guerras, pero permaneció en el recuerdo de la batalla, siempre inconclusa, de las ideas. Hoy, justo 500 años después, sirva este texto como humilde homenaje a quien perdió tan justa guerra.

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1 Defendida tenazmente por María Pacheco durante 9 meses de asedio.

2 Joseph Pérez (1931), premio Príncipe de Asturias de las Ciencias Sociales 2014, es catedrático emérito de Civilización española e hispanoamericana de la Universidad de Burdeos III

3 El termino Comunidad en la época hace referencia a un núcleo urbano principal junto con las poblaciones menores de su alfoz.

4 No podemos olvidar que dentro de la propia “guerra de las comunidades” tuvo lugar otra pequeña guerra intestina que se ha dado en llamar revueltas antiseñoriales: https://es.wikipedia.org/wiki/Revueltas_antise%C3%B1oriales_durante_la_Guerra_de_las_Comunidades_de_Castilla

5 Ramón Peralta. “Fundamentos de la democracia castellana. La Ley Perpetua de la Junta de Ávila”. Editorial Actas, Madrid, 2010 p. 84.

6 N. Pérez Serrano, Tratado de Derecho Político, Editorial Civitas, 2ª de., Madrid, 1984, pp 489 – 490

7 Doctor en Derecho Constitucional y Filosofía Política y profesor de Derecho Constitucional de Universidad Complutense de Madrid

Abogado y socio de Red Jurídica Cooperativa. derecho Penal y Penitenciario.

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