Por Marta Herrero y Eduardo Gómez Cuadrado. Publicado en El Salto
El 15 de marzo de 2018 Mame Mbaye moría en las calles del barrio madrileño de Lavapiés. Moría después de salir huyendo de la policía municipal tras una persecución que había tenido lugar unos minutos antes. Una persecución que ya era habitual. Casi diaria. Porque Mame era mantero y eso es lo que solía hacer, salir corriendo cuando veía a la policía.
Llevaba casi 12 años en España y no tenía “papeles” así que la única opción que le quedaba, como a muchos de sus paisanos senegaleses, era la venta ambulante de productos falsificados de marca. Mame corría cuando veía a la policía porque si le pillaban intentando sobrevivir corría el riego de ser devuelto a su país donde probablemente ni siquiera eso podría hacer. Corría porque vender artículos falsificados de marcas que ganan cientos de millones de euros al año es delito y además está mal visto por la sociedad, la misma que no duda en comprarlos por cientos en las calles de todas las ciudades españolas y que entran por toneladas por los principales puertos europeos. Mame corría porque la ley de extranjería le había denegado hasta en tres ocasiones sus intentos de regularización y por lo tanto su acceso a la sanidad pública era bastante limitado.
Porque si Mame hubiese podido acudir al médico con la normalidad de cualquier ciudadano, este le hubiera dicho que no era bueno que corriese. Que si lo hacía ponía en peligro su delicado corazón. Pero claro Mame era mantero, sin papeles, negro, pobre y tenía que correr. ¿Qué iba a hacer si no?
Pero la muerte de Mame tuvo algunas consecuencias. Hubo desórdenes en Lavapiés, se quemaron contenedores, se lanzaron sillas a la policía, se apedreó el coche del cónsul senegalés cuando intentó visitar el barrio y se denunció en redes sociales el racismo institucional que emanaba a raudales de todo lo que envolvía el caso de la muerte de Mame, como envuelve las vidas de otros muchos extranjeros sin papeles, y muchas veces incluso con ellos. Por unos días Lavapiés estuvo cerca de convertirse en Clichy, ese barrio de los suburbios parisinos donde en 2005 prendió la chispa de una revuelta que mantuvo en jaque al gobierno de la ciudad, y de la propia República, durante tres semana y puso en la agenda pública la enorme grieta que separaba, y separa, a los municipios y barrios más deprimidos de Francia del resto del país.
Quiso el destino que la revuelta del barrio madrileño pillase a la Sra. alcaldesa en París de donde tuvo que volver de urgencia para intentar hacerse cargo de la situación, pero no de la del barrio que de eso ya se encargaba la policía, sino de la de su propio grupo municipal que de nuevo se enfrascaba en enfrentamientos internos a cuenta de la gestión del “asunto mantero”. Pero Madrid no es París, y en menos de una semana las aguas volvieron a su cauce, los manteros a sus mantas y los policías a sus motos.
Y se detuvo a gente por todo eso, claro. Por los disturbios y… por los tuits, que también los hubo y muchos.
No fueron pocas las voces que denunciaron el racismo institucional y que opinaban que la policía era una herramienta más de ese mecanismo de exclusión y pobreza. Fueron muchas las personas que participaron en ese debate en redes sociales. Muchas las que señalaron a las estructuras legales, institucionales y socio-económicas como responsables simbólicos de la muerte de Mame. Lamentablemente algunas asociaciones de policía municipal de Madrid no percibieron, o no quisieron percibir, el simbolismo del debate y el marco de libertad de expresión en el que se encuadraba el mismo y decidieron denunciar a todo el que hubiese mostrado solidaridad con el colectivo mantero o hubiese expresado su conformidad con la existencia de racismo institucional en la muerte de Mame. Incluida a una concejala del Ayuntamiento de Madrid, que ya de paso les podía servir de arma arrojadiza en el conflicto abierto, casi desde el comienzo de la legislatura, entre algunos sectores de la policía municipal de Madrid y el equipo de gobierno consistorial.
La denuncia de la policía siguió su curso y los jueces, como suele ser habitual, les compraron, al menos de momento, sus argumentos y es por lo que estamos a la espera de que se celebre el juicio correspondiente donde volveremos a tener el debate en sede judicial, y ya son demasiados casos, sobre hasta donde tolera nuestro estado de derecho la libertad de expresión.
Las otras causas abiertas, las relacionadas con los detenidos por los disturbios que se dieron en los días sucesivos a la muerte de Mame, también siguen pendientes de que se cierre la instrucción y se decida si hay juicio o no.
El racismo institucional es una forma de racismo expresada en las prácticas de las instituciones sociales y políticas. El filósofo francés Jacques Rancière denominó hace años a este tipo de racismo como racismo frío, definiéndolo como una construcción intelectual y antes que nada, una creación de los Estados. Estados que son cada vez menos capaces de contrarrestar los efectos destructores de la libre circulación de capitales para las comunidades que tienen a su cargo. Y son tanto más incapaces cuanto que no tienen el más mínimo deseo de hacerlo. Así las cosas, se rebajan y se concentran en aquello sobre lo que sí ejercen un poder, como es el caso de la circulación de personas.
Las mismas instituciones del estado que pretenden constantemente dar lecciones de antirracismo a su ciudadanía. Que invierten dinero en campañas de concienciación, que subvencionan cientos de O.N.G.s orientadas a la “integración” y ayuda a las personas migrantes y que incluso tipifican como delito en sus códigos penales los actos realizados por motivos racistas, son incapaces de percibir el racismo que les atraviesa y que informa gran parte de su proceder y de su normativa. Hasta tal punto es así que, sin ir más lejos, en el estado español existen hasta tres tipos de leyes que regulan las relaciones de las personas con la administración en función de si eres extranjero, comunitario o nacional. Tres tipos de leyes para un mismo ser humano.
Hay quien piensa que tal vez no se trate tanto de racismo como de aporofobia, miedo al pobre. Aunque creemos que en lo que refiere al racismo institucional hay harina de ambos costales.
Como vemos, fueron muchas las consecuencias, sobre todo judiciales, que tuvo la muerte causal de un mantero. Sin embargo no ha supuesto absolutamente ninguna medida tendente, ya no a eliminar, sino ni tan siquiera a reflexionar sobre ese racismo institucional que informa las estructuras de nuestro flamante estado de derecho. Porque claro, a Mame entre todos lo matamos pero él solito se murió.