En el corazón de Fabricar Historias (Chris Ware, 2014) late una contradicción hermosa: siendo como es una obra destinada a reivindicar el libro impreso, su apariencia no puede ser más distante de aquello que imaginamos (o imaginábamos en tiempos no tan remotos) como libro. Bien al contrario es una caja de 42×30 centímetros, maravillosamente editada, que contiene catorce obras en su interior (quince si contamos la propia caja) con muy distintos formatos, desde un desplegable que imita un tablero de juego de mesa hasta tiras cómicas, revistas y cuadernillos que rinden en conjunto un exhaustivo homenaje a todas las formas que ha adoptado el cómic a lo largo de su historia.
El extraordinario formato o, perdón, los extraordinarios formatos que son la obra y al tiempo la entrañan, no pueden, sin embargo, difuminar su contenido y la aventura intelectual emprendida por el autor, que detrás de su cara pálida y sus gafas redondas de intelectual vintage esconde indudablemente al Han Solo de los cómics. Fabricar historias es, además de un homenaje a la labor casi artesanal del proceso de creación del libro, también un recorrido por la función de la narrativa y sus efectos sobre el mensaje, sus posibilidades y límites, y la capacidad del texto y del dibujo de construir imaginarios que desborden la literalidad y extiendan sus garras del fondo a la forma y de la forma a la sensibilidad del lector. Y si sorprende que todo eso quepa en una caja, no hemos hecho más que empezar, porque Ware, a través de un análisis exhaustivo y crudo de la intimidad aspira a generar una imagen de totalidad partiendo, sin embargo, desde el fragmento como unidad narrativa. Su mensaje, en definitiva, desborda los pliegues de la caja que lo contiene y arraiga en la imaginación del quien lee y manipula a su antojo los distintos formatos, que al final es quien fabrica las historias que dan título al volumen.
Para llevar a cabo esta curiosa delegación el historietista estadounidense nos expone con pulcritud y precisión forense las vidas de los personajes que transitan la obra al tiempo que inhibe al lector de cualquier identificación intelectual o sentimental con ellos. Lo hace a través de su dibujo sobrio de línea clara y de sus colores suaves y planos, pero también no dándoles nombre ni continuidad ninguna a sus vidas, que se reflejan tan solo de forma fragmentaria. Ware pone su empeño y diligencia (es decir: su reconocida neurosis) al servicio del detalle y del silencio, permitiendo casi siempre que sus tesis se expresen en fuera de campo y obligando al lector a saltar entre dibujos, viñetas y formatos, viviendo la lectura en puntos suspensivos y sin ningún arraigo. El único marco de referencia disponible a lo largo de casi todas las partes de la obra es el edificio que a su vez constriñe y en ocasiones determina las vidas de los personajes y que, como el sueño húmedo de un Perec excesivo, ejerce no sólo de contenedor sino también de actor, motor y juez de sus vidas en los distintos momentos temporales que abarca la obra. El edificio es, en definitiva, el verdadero protagonista de la historia y en un extraordinario juego de espejos se iguala con el autor y el lector: los tres cumplen la función de panóptico pornógrafo que traspasa tanto las paredes del inmueble como los pliegues del libro impreso y sus formatos para introducirse en los gestos más nimios de la desoladora intimidad de sus habitantes.
IGNACIO TRILLO IMBERNÓN
Artículo publicado en la revista «El Buen Salvaje»